ROMA, 11 de julio de 2013 – Al entrar en su cuarto mes como
Papa, Jorge Mario Bergoglio ha producido su primera encíclica y realizado su
primer viaje, dos actos simbólicamente poderosos, pero de signo casi opuesto.
Es verdad que la "Lumen fidei" lleva la firma de Papa Francisco, pero ha sido ideada y escrita casi en su totalidad por Benedicto XVI. Haciéndola propia, Bergoglio ha querido testimoniar su plena conformidad con su predecesor en el desarrollo de la misión típica de los sucesores de Pedro: "confirmar la fe".
El viaje a Lampedusa marca, en cambio, una separación neta. El teólogo Joseph Ratzinger, para expresar de una manera cristiana el encuentro y el choque entre civilizaciones, habría impartido gustosamente una docta "lectio magistralis" en la universidad islámica de Al Azhar. El pastor Bergoglio, en cambio, se ha inspirado en Francisco y, del mismo modo que el santo de Asís empezó su misión besando a los leprosos, expulsados de las ciudades de la época, así el Papa que ha tomado su nombre ha querido ir, antes de nada, a una islita perdida, atracadero y naufragio de miles de emigrantes y prófugos. En la misa ha querido que se volvieran a escuchar las páginas bíblicas de Caín que mata a Abel y de la matanza de los inocentes. Un viaje de penitencia.
No es extraño que después del viaje a Lampedusa la popularidad universal de Francisco haya tocado sus picos más altos. "Las estadísticas las hace Dios", ha dicho. Pero hay una evidente coincidencia entre las palabras y los gestos de este Papa y los que le podría sugerir un planificador científico de su éxito. Es difícil que la opinión pública católica y laica conteste algo de lo que hace y dice, empezando por ese "cuánto me gustaría una Iglesia pobre y para los pobres" que se ha convertido en el carné de identidad del actual pontificado.
Es verdad que la "Lumen fidei" lleva la firma de Papa Francisco, pero ha sido ideada y escrita casi en su totalidad por Benedicto XVI. Haciéndola propia, Bergoglio ha querido testimoniar su plena conformidad con su predecesor en el desarrollo de la misión típica de los sucesores de Pedro: "confirmar la fe".
El viaje a Lampedusa marca, en cambio, una separación neta. El teólogo Joseph Ratzinger, para expresar de una manera cristiana el encuentro y el choque entre civilizaciones, habría impartido gustosamente una docta "lectio magistralis" en la universidad islámica de Al Azhar. El pastor Bergoglio, en cambio, se ha inspirado en Francisco y, del mismo modo que el santo de Asís empezó su misión besando a los leprosos, expulsados de las ciudades de la época, así el Papa que ha tomado su nombre ha querido ir, antes de nada, a una islita perdida, atracadero y naufragio de miles de emigrantes y prófugos. En la misa ha querido que se volvieran a escuchar las páginas bíblicas de Caín que mata a Abel y de la matanza de los inocentes. Un viaje de penitencia.
No es extraño que después del viaje a Lampedusa la popularidad universal de Francisco haya tocado sus picos más altos. "Las estadísticas las hace Dios", ha dicho. Pero hay una evidente coincidencia entre las palabras y los gestos de este Papa y los que le podría sugerir un planificador científico de su éxito. Es difícil que la opinión pública católica y laica conteste algo de lo que hace y dice, empezando por ese "cuánto me gustaría una Iglesia pobre y para los pobres" que se ha convertido en el carné de identidad del actual pontificado.
EL INFALIBLE
PARADIGMA
Un elemento clave de la popularidad de Francisco es su
credibilidad personal. Como arzobispo de Buenos Aires vivía en un modesto piso
de dos habitaciones. Se cocinaba él mismo. Se movía en autobús y metro. Huía
como de la peste de las citas mundanas. No ha querido nunca hacer carrera, más
bien al contrario, se apartó con paciencia cuando su misma Compañía de Jesús,
de la cual había sido durante algunos años el superior provincial en Argentina,
lo depuso y aisló bruscamente.
También por esto, cada vez que invoca pobreza para la Iglesia y golpea fuerte contra las ambiciones de poder y la codicia presentes en el ámbito eclesiástico, ninguna voz se alza para criticarlo. ¿Quién podría justificar la opresión del necesitado y hacer apología de las inmerecidas carreras? ¿Quién podría contestar a Francisco que hay que predicar una cosa y hacer la contraria? En los labios del actual Papa, lo de la Iglesia pobre es un paradigma infalible. Logra un consenso prácticamente universal, tanto entre los amigos como entre los enemigos más acérrimos de la Iglesia, los que la querrían tan depauperada como para que desapareciera del todo.
Pero hay también otro factor clave de la popularidad de Francisco. Sus invectivas, por ejemplo, contra la "tiranía invisible" de los centros financieros internacionales no golpean un objetivo específico y reconocible y, por tanto, ninguno de los verdaderos o presuntos "poderes fuertes" se siente efectivamente atacado o provocado para reaccionar.
También cuando sus reprimendas tienen como objetivo las fechorías internas de la Iglesia, siempre habla en general. Una vez que Papa Bergoglio, en una de sus coloquiales homilías matutinas, avanzó una duda explícita sobre el futuro del IOR, el Instituto para las Obras de Religión, el discutido "banco" vaticano, los portavoces compitieron para ver quién le quitaba hierro al asunto. Y otra vez, en la que denunció que un "lobby gay" en el Vaticano "es verdad, existe", la minimización se disparó a todos los niveles. Incluso la opinión pública laica, hoy en día más prodiga que nunca endosando acusaciones de homofobia, le perdonó esta declaración con una indulgencia que probablemente no habría concedido a su predecesor.
PALABRAS Y SILENCIO
El modo de hablar del Papa Francisco es probablemente uno de sus rasgos más originales. Es sencillo, comprensible, comunicativo. Tiene la apariencia de la improvisación, pero en realidad está cuidadosamente estudiado, tanto en la invención de las fórmulas – la "burbuja de jabón" con la que en Lampedusa ha representado el egoísmo de los modernos Herodes – como en los fundamentos de la fe cristiana que él más ama repetir y que se condensan en un consolador "todo es gracia", la gracia de Dios que sin cesar perdona, aunque todos sigamos siendo pecadores.
Pero además de las cosas dichas están las que han sido deliberadamente calladas. No puede ser casualidad que tras ciento veinte días de pontificado no hayan salido aún de los labios de Francisco las palabras aborto, eutanasia, matrimonio homosexual.
Papa Bergoglio ha conseguido esquivarlas incluso en la jornada que ha dedicado a la "Evangelium vitae", la tremenda encíclica publicada por Juan Pablo II en 1995, en el momento culminante de su épica batalla en defensa de la vida "desde la concepción a la muerte natural".
También por esto, cada vez que invoca pobreza para la Iglesia y golpea fuerte contra las ambiciones de poder y la codicia presentes en el ámbito eclesiástico, ninguna voz se alza para criticarlo. ¿Quién podría justificar la opresión del necesitado y hacer apología de las inmerecidas carreras? ¿Quién podría contestar a Francisco que hay que predicar una cosa y hacer la contraria? En los labios del actual Papa, lo de la Iglesia pobre es un paradigma infalible. Logra un consenso prácticamente universal, tanto entre los amigos como entre los enemigos más acérrimos de la Iglesia, los que la querrían tan depauperada como para que desapareciera del todo.
Pero hay también otro factor clave de la popularidad de Francisco. Sus invectivas, por ejemplo, contra la "tiranía invisible" de los centros financieros internacionales no golpean un objetivo específico y reconocible y, por tanto, ninguno de los verdaderos o presuntos "poderes fuertes" se siente efectivamente atacado o provocado para reaccionar.
También cuando sus reprimendas tienen como objetivo las fechorías internas de la Iglesia, siempre habla en general. Una vez que Papa Bergoglio, en una de sus coloquiales homilías matutinas, avanzó una duda explícita sobre el futuro del IOR, el Instituto para las Obras de Religión, el discutido "banco" vaticano, los portavoces compitieron para ver quién le quitaba hierro al asunto. Y otra vez, en la que denunció que un "lobby gay" en el Vaticano "es verdad, existe", la minimización se disparó a todos los niveles. Incluso la opinión pública laica, hoy en día más prodiga que nunca endosando acusaciones de homofobia, le perdonó esta declaración con una indulgencia que probablemente no habría concedido a su predecesor.
PALABRAS Y SILENCIO
El modo de hablar del Papa Francisco es probablemente uno de sus rasgos más originales. Es sencillo, comprensible, comunicativo. Tiene la apariencia de la improvisación, pero en realidad está cuidadosamente estudiado, tanto en la invención de las fórmulas – la "burbuja de jabón" con la que en Lampedusa ha representado el egoísmo de los modernos Herodes – como en los fundamentos de la fe cristiana que él más ama repetir y que se condensan en un consolador "todo es gracia", la gracia de Dios que sin cesar perdona, aunque todos sigamos siendo pecadores.
Pero además de las cosas dichas están las que han sido deliberadamente calladas. No puede ser casualidad que tras ciento veinte días de pontificado no hayan salido aún de los labios de Francisco las palabras aborto, eutanasia, matrimonio homosexual.
Papa Bergoglio ha conseguido esquivarlas incluso en la jornada que ha dedicado a la "Evangelium vitae", la tremenda encíclica publicada por Juan Pablo II en 1995, en el momento culminante de su épica batalla en defensa de la vida "desde la concepción a la muerte natural".

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